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Los autos no están hechos para embestir: están hechos para absorber


Aunque en la protección ejecutiva aún se enseñen maniobras de “manejo ofensivo” como el PIT o el ramming, la ingeniería automotriz moderna las ha vuelto obsoletas. Los vehículos actuales no están diseñados para embestir, sino para gestionar el impacto a través de zonas de deformación y de desplazamiento del motor (evitando que invada el habitáculo y lastime a los ocupantes).

Hoy en día, los vehículos son diseñados por ingenieros automotrices con un objetivo primordial: proteger la vida de sus ocupantes. Cada línea, cada material y cada estructura responde a cálculos precisos que buscan administrar la energía de un impacto y mantener estable el habitáculo. Ninguna armadora concibe al vehículo como un arma; su propósito no es atacar ni resistir a toda costa, sino deformarse de manera controlada para que el golpe no lo reciban las personas.

Sin embargo, en la protección ejecutiva aún son comunes las maniobras ofensivas como el ramming y el PIT, enseñadas como técnicas tácticas de evasión o control. No obstante, estas prácticas contradicen la lógica de diseño de los vehículos modernos, creados para absorber la energía del impacto y preservar la célula de supervivencia. Además, dichas maniobras fueron concebidas para cuerpos policiales en persecución, no para la protección ejecutiva, donde el objetivo es salvaguardar la vida del principal, no ir en busca del peligro.

El P.I.T. consiste en aplicar presión lateral desde el panel delantero del vehículo agresor al panel trasero del vehículo objetivo en fuga; una vez que hay contacto, se utiliza la física para hacer palanca generando un giro predecible del vehículo objetivo. Esta es una maniobra de alta precisión que se practica repetidas veces en ambientes controlados con vehículos equipados con protecciones de acero, evitando daños mayores. Sin embargo, en situaciones reales, cuando se aplica sin las condiciones adecuadas, puede dejar a ambos vehículos deshabilitados o incluso causar accidentes con consecuencias fatales.

En cuanto al ramming o embestida, la idea de utilizar el vehículo para abrir paso mediante impacto directo parece viable solo si se ignoran las limitaciones mecánicas de los automóviles actuales. Los sistemas electrónicos y estructurales de los vehículos modernos no están diseñados para soportar este tipo de esfuerzos, y tras un golpe significativo, es el propio vehículo el que se desactiva para proteger a sus ocupantes.

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¿Por qué se deshabilita el vehículo?

En los años noventa, los vehículos utilizaban sensores de inercia simples que solo actuaban ante impactos severos, desactivando el motor o la bomba de combustible. A partir del 2000, la electrónica automotriz evolucionó hacia sistemas integrados: la entrada sin llave y el arranque por botón reemplazaron los mecanismos mecánicos, conectándose con la ECU para validar señales y aumentar la seguridad. Estos nuevos módulos se enlazaron además con los sistemas de protección: tras un choque, los sensores pueden ordenar la inmovilización automática del motor, cortar el suministro de combustible y bloquear la transmisión, evitando incendios y reduciendo daños posteriores al impacto.

Con el tiempo, los sistemas de seguridad dejaron de limitarse a interrumpir el suministro de combustible y comenzaron a trabajar en conjunto con la estructura del chasis. Así surgieron las zonas de absorción, secciones diseñadas para deformarse de forma controlada y dirigir la energía del impacto lejos del habitáculo. En ese proceso, el propio diseño crea rutas de desplazamiento para el motor, de modo que éste se desplace hacia abajo o hacia atrás durante un choque severo, evitando que invada la zona de las piernas del conductor y reduciendo al máximo la transferencia de energía hacia los ocupantes.

En los vehículos más antiguos, antes de la década de los noventa, el diseño estructural era muy distinto. Los motores no contaban con rutas de desplazamiento seguras y, en un choque frontal, eran empujados directamente hacia el habitáculo, generando lesiones graves o incluso mortales. Esto ocurría sobre todo en los modelos con bastidor rígido y sin subchasis deformable, donde el motor se convertía en una masa inamovible que transmitía toda la energía del impacto al chasis.

Con la evolución de la ingeniería automotriz, surgió el concepto de zonas de deformación: estructuras frontales calculadas para colapsar de manera controlada y redirigir la energía del choque lejos del compartimento de pasajeros. El habitáculo, por su parte, debe permanecer rígido para garantizar un espacio de supervivencia estable. Por eso, los ingenieros diseñan rutas de colapso donde los elementos frontales se deforman o se desprenden, mientras el motor se desplaza hacia abajo o hacia atrás, alejándose del conductor. Este desplazamiento no es casualidad, sino resultado de simulaciones estructurales y pruebas de choque destinadas a evitar que la masa del motor invada la cabina.

En los vehículos eléctricos o híbridos se aplica la misma lógica: proteger las baterías o los depósitos de energía mediante estructuras que absorben el impacto antes de que éste alcance los componentes críticos. Un ejemplo representativo es el Smart Fortwo, cuyo diseño incorpora una celda de seguridad tridion de acero reforzado y crash boxes que actúan como amortiguadores estructurales, permitiendo que las zonas externas se sacrifiquen para mantener intacto el interior.

Cada colisión vehicular involucra fuerzas cinéticas de gran magnitud. La intensidad del impacto depende de la velocidad y la masa del vehículo, y se traduce en una desaceleración repentina. Las zonas de deformación tienen dos funciones esenciales:

1. Reducir la fuerza inicial del choque

2. Redistribuir la fuerza antes de que llegue a los ocupantes.

Al prolongar el tiempo de desaceleración incluso unas décimas de segundo, se reduce significativamente la fuerza total, siguiendo el principio físico: fuerza = masa × aceleración.

Así, si el tiempo de desaceleración se duplica, la fuerza efectiva se reduce a la mitad.

Además, estas zonas redirigen la energía hacia las partes menos críticas del chasis; doblar acero, fracturar paneles o deformar estructuras consume energía que, de otro modo, alcanzaría el habitáculo. En ese proceso, el motor coopera pasivamente como masa inercial: aunque no se deforma, contribuye a distribuir las cargas longitudinales y a retardar la desaceleración súbita del conjunto. En algunos diseños, como los de Volvo o Subaru, el motor actúa como bloque de reacción que empuja hacia abajo los travesaños frontales, amortiguando parte del impacto antes de desprenderse.

Esta lógica estructural, orientada a absorber y redirigir energía, define el comportamiento del vehículo moderno durante una colisión. Por ello, cualquier intento de emplear el vehículo como herramienta de impacto —por ejemplo, en maniobras de PIT o de embestida— entra en conflicto directo con su propia ingeniería. Los automóviles actuales están diseñados para disipar energía y proteger la célula de supervivencia, no para resistir esfuerzos ofensivos prolongados.

Las zonas de deformación y las rutas de desplazamiento del motor están programadas para colapsar y distribuir fuerzas, mientras que los sensores y módulos de seguridad pueden incluso desactivar sistemas críticos después del golpe. En la práctica, esto significa que ejecutar tales maniobras fuera de un entorno controlado y con vehículos reforzados puede dejar inoperables tanto al agresor como al objetivo, además de incrementar el riesgo de intrusión estructural o lesiones fatales.

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